“Expósito” es un apellido que aporta datos innecesarios sobre la vida íntima de las personas.
Nadie tiene porque saber si tú o alguna de las personas que te precedieron, experimentaron siendo bebés el abandono en la puerta de una iglesia, en un camino transitado, en las aguas de un río o en el torno de un hospicio. ¿Quién va a querer mostrar sus heridas y su vulnerabilidad al mundo?
Hablo por experiencia propia… El trece de junio de mil ochocientos treinta y seis, mi tatarabuelo fue abandonado en el torno del Real Hospicio de Santiago. Le dieron el número de expósito 258 y dos nombres: José e Antonio. José por el padrino y Antonio por el santo patrón de las cosas perdidas, de quien yo me sé el responso de corrido, de tanto que le he escuchado. ¡Cuántas cosas hemos encontrado, con la ayuda del santo!
En cuanto al apellido, José Antonio era un firme candidato para llevar el humillante apellido Expósito.
Pero el azar quiso que un cura llamado Ramón Costoya, a quien le he asignado el número Sosa cuarenta en mi árbol genealógico, se cruzase en su destino.
El cura lo prohijó y le dio su apellido.
Así fue como zafamos del «Expósito». La herida del abandono cayó en el olvido por un tiempo, hasta que hace unos años, empecé a investigar nuestra historia familiar y supe de este tatarabuelo mío llamado José, “procedente de la inclusa de Santiago”.
La historia del hombre que no quería apellidarse Expósito
Según el reglamento actual del Registro Civil, «Expósito» o otros apellidos análogos indicadores de origen desconocido, admiten ser cambiados.
La actriz Ester Expósito, por ejemplo, podría pedir el cambio de apellido. Y Julio Iglesias también.
Esto mismo fue lo que intentó, el protagonista de la historia que ahora os cuento.
Él quiso eliminar el «Expósito» de su vida, por los siglos de los siglos. De hecho, no sabía por qué se lo habían puesto. Él no había sido abandonado de recién nacido, como mi tatarabuelo. Su caso era distinto.
El cuento es como sigue… Cuando tenía siete años, alguien lo encontró vagando sospechosamente solo por las calles de Lugo. El pequeño no dio razón de su naturaleza o vecindad a las autoridades; no sabemos si obró así porque no quería o no sabía. Cuentan los papeles que fue recogido en un establecimiento de beneficencia durante diez años, hasta que pasó a trabajar en una sastrería.
Fue en esa etapa, cuando lo bautizaron en la iglesia de Santiago de Lugo, dándole por nombre Antonio y por apellido ninguno por “ser de padres desconocidos”. Años más tarde, cuando hizo el servicio militar, decidieron identificarlo con el apellido «Expósito». ¡Y ahí quedó la cosa!
Pasado el tiempo, Antonio cursó una instancia formal a la diócesis de Lugo, para cambiar de apellido. En su escrito ofrecía dos posibles alternativas. La primera opción era Rey, por ser el apellido que se le daba, a los niños varones acogidos en las casas de beneficencia. La segunda opción era Santiago por ser la parroquia, donde había sido bautizado.
Así fue cómo Antonio pudo evitar comentarios inapropiados, sobre su origen, para él y para su descendencia.
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